Un gesto para amar el mar. Ha muerto Bergman, por Luis Luna

“Hacer cine es para mí una necesidad

 que se puede comparar con el hambre y la sed”

89 años, en la isla de Farö, muere el genio indiscutible de la psique humana. LUTO. Esta es la primera palabra que viene a la memoria. Un luto blanco de cal y silencio. Autor torturado, buscador insaciable de la VERDAD sobre el individuo, impúdico, radical, expresionista. Tantos adjetivos vacíos para hablar de quien nos dijo todo con sus películas, de quien fue más allá de la linealidad y la temporalidad para hablarnos de la memoria, de la negación, la soledad y el misterio de la personalidad y la identidad.

Ingmar Bergman ha muerto, como no podía ser de otro modo, en una isla. No sólo física sino también metafórica. El aislamiento, la condición de radical soledad, la mismidad son parte indispensable de su imaginario. ¿Cómo conciliar esa lucidez con la otredad? Bergman no se concibe sin el otro, sin los ojos del otro que le construyen, pero sabe que, en esa construcción, hay una pérdida; una agonía feroz que subvierte y deforma. El silencio de Dios no ayuda a la trascendencia que sabía Bergman en nosotros, antes bien le sitúa ante una sola certeza: la muerte. Y la muerte es mejor afrontarla frente a frente, una vez acabada la partida. Sin extrañamiento, sin fingimientos de última hora. Ya te recuerdo, muerte llevas bastante tiempo acompañándome, bailando alrededor. Por eso, este silencio, o mejor, callamiento.

Baste ver alguna película suya. Hay más poesía en una película suya que en montones de libros denominados poemarios. Ver una película suya es hacer un gesto para amar el mar, el turbulento mar de las pasiones que rodea la isla en que se vive. Ha muerto Bergman, contempla el mar que pone ante tus ojos. Busca lo oscuro. Silencio.

Luis Luna

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